martes, 2 de marzo de 2021

Una escalera con algo de misterio

 El relato de Galiana

Una escalera con algo de misterio


La mayoría de los escritores no vivimos en chalets descomunalmente grandes en medio de un monte rodeados de un paisaje que ni en los dibujos animados. Tampoco en una casa amueblada como en las revistas de decoración con grandes ventanales con vistas al mar. Nosotros, los juntaletras, vivimos en edificios normales y corrientes como en los que habitan los lectores.

Y no, no vivo en el ático abuhardillado con una enorme terraza con vistas espectaculares al cielo de Madrid, lamento si te he defraudado, pero soy tan normal como tú.

El lugar donde resido es un cuarto piso con ascensor, de ésos que aún conservan la estructura de hierro en la escalera típica de los años cuarenta. Lo han reformado de maquinaria y le pusimos hace unos diez años una cabina nueva, que nos costó lo suyo a los vecinos, pero conseguimos que siguiera teniendo ese regusto a viejo/nuevo que se nos ha dado por denominar vintage.

En el piso de arriba, y último del edificio, solo hay una puerta que corresponde a una única vivienda. En el resto tenemos cuatro por rellano, pero solo dos viviendas, ya que cada piso cuenta con entrada de servicio que se decía antes, puerta en la cocina que le llamamos ahora. En el mismo portal está la portería, una vivienda de unos cincuenta metros donde vivía Jacinto.

En el ático vive una encantadora viejecita nonagenaria con una única afición. Sobre las tres de la madrugada le da por mover los muebles de toda la casa. Te cruzas con ella en el portal y te pide que le lleves la bolsa del pan porque está de la espalda, de las piernas, del corazón, y hasta del moño, si ve que no le extiendes la mano par ayudarla. Vive sola, pero por la noche debe tomar vitaminas en la cena que la convierten en superwoman, con la energía suficiente para arrastrar los muebles por el suelo, debe estar buscando un tesoro oculto debajo de alguna baldosa.

En el cuarto comparto pared del salón con la casa del al lado. En ella viven cuatro chicas universitarias, el padre de una de ellas es el propietario, pero ni aparece por el edificio jamás, al menos yo no le he visto nunca. Las chicas tienen a bien organizar todos los sábados durante el curso escolar, no falla ni uno, unas fiestas que una porque ya peina canas que si no me pasaba por allí por ver si se me pega algo. Un día subí con un par de ellas en el ascensor y me preguntaron si la música me molestaba:

-No os preocupéis, yo trabajo mejor de noche, y no interferís para nada en ello.

Me callé que el vecino del edificio de enfrente, en la panadería, no hace más que decir que está como loco por meterles mano, por ambientar la calle la noche de los sábados como si fuera una verbena popular.

En el piso de abajo vive un matrimonio joven, no tendrán más de treinta, si los tienen, con un bebé de un año aproximadamente. Lo sé porque desde que nació la criatura la mezcla entre la música de las chicas de al lado y los llantos del infante son para que el Dj del momento haga un superventas y se forre.

El piso de al lado al matrimonio con el niño está vacío desde hace no sé cuántos años, incluso antes que yo me mudase a vivir aquí. Por lo visto los dueños eran un matrimonio sin hijos que se mató en un accidente de tráfico. Los sobrinos llevan años litigando en los tribunales por la herencia, y de seguir así van a disfrutar solo de lo que dejen las termitas.

El segundo, todo él, es un despacho de abogados. Cierra, con puntualidad británica, a las siete de la tarde de lunes a jueves y a las tres los viernes. Nadie aparece por allí los fines de semana, ni durante el mes de agosto, ni en navidades. Son cuatro jóvenes engominados, perfectamente trajeados, y muy educados todos ellos. El que viene a las reuniones de la comunidad es de ésos que dices:

-Dios, porque no habré nacido diez años después.

El primero es una tienda de vestidos de novia. Las dueñas son dos chicas, muy monillas ellas, algo tontas para mi gusto, pero muy monas ellas. Las ventanas las convirtieron, dentro de lo que la ley les dejó, en escaparates llenos de maniquíes vestidos de blanco inmaculado.

El edificio es peculiar porque en el primero se hace lo posible por casar a las parejas, y en el segundo si la cosa sale mal se las divorcia.

¿Por qué te cuento todo esto, a ti, mi cómplice lector?, porque necesito que te conviertas en detective y me ayudes a resolver un caso que se produjo hace unos días en el edificio en el que vivo.

Tranquilo, no sucedió ningún asesinato, nadie fue agredido, ni robaron en ningún piso. Una vive en un barrio bien donde esas cosas no pasan.

Te pongo en situación.

Empezando la tarde-noche del pasado sábado llegaba a casa cargada con bolsas después de pasarme por todas las tiendas de un conocido centro comercial. Salí temprano de casa en plan “le doy alegría a la tarjeta hasta que los pies me digan:

-Llévanos a casa que estamos destrozados.”

Llegar, darle al ascensor y ver que, por enésima vez, se había vuelto a averiar, me sentó como una patada ahí mismo.

Lo primero que pensé es por qué narices se había tenido que jubilar el portero de la finca hacía un par de meses, con lo fácil que hubiera sido tocar la puerta de su vivienda, en la portería, dejarle los bultos, pedirle que me los subiera cuando pudiera, y subir con las manos vacías. Jacinto y su mujer ya no estaban, su hijo no quiso quedarse y heredar el oficio del padre. Un chico muy guapo, a que negarlo, pero en cuanto abría la boca te dabas cuentas que lo suyo no era ser servil, y el oficio de portero es lo que tiene.

El caso es que Jacinto y su familia me habían hecho la puñeta con su marcha. Me tocaba subir cargada como una mula los cuatro pisos.

Miré mis brazos y me dije:

-Galiana, no te hagas la remolona que nadie va a venir a socorrerte.

Inicié la subida por la escalera, no sin antes quitarme el abrigo y colgarlo del bolso de bandolera que llevaba colgado del cuello, no tenía ganas de sudar la gota gorda.

En el último tramo de escalera antes de llegar al primero me encontré con un zapato negro de tacón de aguja. Pensé:

– “Se le ha debido caer a alguna de las chicas que se lo ha quitado para subir mejor. Se habrá dado cuenta cuando ha llegado arriba, y seguro que baja a por él cuando arreglen el ascensor”.

Mi teoría del zapato abandonado sin querer se me cayó cuando al iniciar la subida al segundo me encontré con el compañero. Aquello no era una caída accidental, era un…

-No puedo con vosotros, ahí os quedáis, que ya os recojo cuando no tenga que subir andando.

Continué mi ascenso, todavía quedaban el segundo y tercero antes de llegar al cuarto.

Lo de los zapatos me pareció exótico, pero bueno. Lo que pasa es que, en el rellano del segundo, delante de la única puerta que da acceso al despacho, encontré un par de medias. Verlas y sonreír fue todo uno. Pensé:

-“Estas chicas… Cómo baje Doña Encarna y lo vea les va a llamar la atención, con las ganas que las tiene”.

En la puerta del ascensor del tercero me encontré con una falda. De ésas que una no sabe si denominarla como tal o mejor decir que es un cinturón ancho y terminar antes.

Una de las chicas se estaba desnudando por la escalera, eso estaba claro. Debía tener mucha prisa o, mejor dicho, una urgencia muy, muy grande.

Lo de ver unas minúsculas braguitas negras tiradas en el felpudo de la entrada de mi casa me hizo soltar un:

– ¡Ay, cuántas prisas tienen algunas!

Abrí la puerta de casa. Solté las bolsas en el suelo, como si de un peso muerto se tratasen. El bolso y el abrigo los tiré también. Me dejé caer en el sofá todo lo larga que soy.

-Joder, esto de subir cuatro pisos no es lo mío, me estoy haciendo mayor.

Al recuperar el aliento me levanté y recogí todo lo que había abandonado en el suelo de la entrada. Cuando quité la última bolsa reparé en un papel que alguien debía haber metido por debajo de la puerta antes que yo llegara:

-Este fin de semana no estaremos en la casa. Nos vamos a esquiar. Regresamos el lunes por la mañana. Besitos. Tus vecinas.

Las chicas se habían ido, ¿de quién era la ropa que me había encontrado por la escalera? Salí de la casa, no sé muy bien por qué. Entonces vi un sujetador negro en el tramo de escalera en dirección al piso de Doña Encarna. Me pudo la curiosidad, lo reconozco, subí hasta el último piso. Di la luz, que se había apagado como siempre suele suceder en estos casos. En ese momento el ascensor se puso en marcha, escuche risas nerviosas en su interior.

¿Serías capaz, con tus dotes detectivescas, de decirme a quién podía pertenecer la ropa de la escalera?

Galiana

Febrero 2016

Galiana escritora, contadora de historias,

sus relatos están cargados de realidad, 

sentimientos ocultos, deseos perseguidos,

miedos y valentías... Y sorpresas.

Sus historias no te dejaran indiferente.

Sus finales te sorprenderán.

 

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