El relato de Galiana
Una escalera con algo de misterio
La mayoría de los escritores no vivimos en chalets descomunalmente grandes en medio de un monte rodeados de un paisaje que ni en los dibujos animados. Tampoco en una casa amueblada como en las revistas de decoración con grandes ventanales con vistas al mar. Nosotros, los juntaletras, vivimos en edificios normales y corrientes como en los que habitan los lectores.
Y
no, no vivo en el ático abuhardillado con una enorme terraza con vistas
espectaculares al cielo de Madrid, lamento si te he defraudado, pero soy tan
normal como tú.
El
lugar donde resido es un cuarto piso con ascensor, de ésos que aún conservan la
estructura de hierro en la escalera típica de los años cuarenta. Lo han
reformado de maquinaria y le pusimos hace unos diez años una cabina nueva, que
nos costó lo suyo a los vecinos, pero conseguimos que siguiera teniendo ese
regusto a viejo/nuevo que se nos ha dado por denominar vintage.
En
el piso de arriba, y último del edificio, solo hay una puerta que corresponde a
una única vivienda. En el resto tenemos cuatro por rellano, pero solo dos
viviendas, ya que cada piso cuenta con entrada de servicio que se decía antes,
puerta en la cocina que le llamamos ahora. En el mismo portal está la portería,
una vivienda de unos cincuenta metros donde vivía Jacinto.
En
el ático vive una encantadora viejecita nonagenaria con una única afición.
Sobre las tres de la madrugada le da por mover los muebles de toda la casa. Te
cruzas con ella en el portal y te pide que le lleves la bolsa del pan porque
está de la espalda, de las piernas, del corazón, y hasta del moño, si ve que no
le extiendes la mano par ayudarla. Vive sola, pero por la noche debe tomar
vitaminas en la cena que la convierten en superwoman, con la energía suficiente
para arrastrar los muebles por el suelo, debe estar buscando un tesoro oculto
debajo de alguna baldosa.
En
el cuarto comparto pared del salón con la casa del al lado. En ella viven
cuatro chicas universitarias, el padre de una de ellas es el propietario, pero
ni aparece por el edificio jamás, al menos yo no le he visto nunca. Las chicas
tienen a bien organizar todos los sábados durante el curso escolar, no falla ni
uno, unas fiestas que una porque ya peina canas que si no me pasaba por allí
por ver si se me pega algo. Un día subí con un par de ellas en el ascensor y me
preguntaron si la música me molestaba:
-No
os preocupéis, yo trabajo mejor de noche, y no interferís para nada en ello.
Me
callé que el vecino del edificio de enfrente, en la panadería, no hace más que
decir que está como loco por meterles mano, por ambientar la calle la noche de
los sábados como si fuera una verbena popular.
En
el piso de abajo vive un matrimonio joven, no tendrán más de treinta, si los
tienen, con un bebé de un año aproximadamente. Lo sé porque desde que nació la
criatura la mezcla entre la música de las chicas de al lado y los llantos del
infante son para que el Dj del momento haga un superventas y se forre.
El
piso de al lado al matrimonio con el niño está vacío desde hace no sé cuántos
años, incluso antes que yo me mudase a vivir aquí. Por lo visto los dueños eran
un matrimonio sin hijos que se mató en un accidente de tráfico. Los sobrinos
llevan años litigando en los tribunales por la herencia, y de seguir así van a
disfrutar solo de lo que dejen las termitas.
El
segundo, todo él, es un despacho de abogados. Cierra, con puntualidad
británica, a las siete de la tarde de lunes a jueves y a las tres los viernes.
Nadie aparece por allí los fines de semana, ni durante el mes de agosto, ni en
navidades. Son cuatro jóvenes engominados, perfectamente trajeados, y muy
educados todos ellos. El que viene a las reuniones de la comunidad es de ésos
que dices:
-Dios,
porque no habré nacido diez años después.
El
primero es una tienda de vestidos de novia. Las dueñas son dos chicas, muy
monillas ellas, algo tontas para mi gusto, pero muy monas ellas. Las ventanas
las convirtieron, dentro de lo que la ley les dejó, en escaparates llenos de
maniquíes vestidos de blanco inmaculado.
El
edificio es peculiar porque en el primero se hace lo posible por casar a las
parejas, y en el segundo si la cosa sale mal se las divorcia.
¿Por
qué te cuento todo esto, a ti, mi cómplice lector?, porque necesito que te
conviertas en detective y me ayudes a resolver un caso que se produjo hace unos
días en el edificio en el que vivo.
Tranquilo,
no sucedió ningún asesinato, nadie fue agredido, ni robaron en ningún piso. Una
vive en un barrio bien donde esas cosas no pasan.
Te
pongo en situación.
Empezando
la tarde-noche del pasado sábado llegaba a casa cargada con bolsas después de
pasarme por todas las tiendas de un conocido centro comercial. Salí temprano de
casa en plan “le doy alegría a la tarjeta hasta que los pies me digan:
-Llévanos
a casa que estamos destrozados.”
Llegar,
darle al ascensor y ver que, por enésima vez, se había vuelto a averiar, me
sentó como una patada ahí mismo.
Lo
primero que pensé es por qué narices se había tenido que jubilar el portero de
la finca hacía un par de meses, con lo fácil que hubiera sido tocar la puerta
de su vivienda, en la portería, dejarle los bultos, pedirle que me los subiera
cuando pudiera, y subir con las manos vacías. Jacinto y su mujer ya no estaban,
su hijo no quiso quedarse y heredar el oficio del padre. Un chico muy guapo, a
que negarlo, pero en cuanto abría la boca te dabas cuentas que lo suyo no era
ser servil, y el oficio de portero es lo que tiene.
El
caso es que Jacinto y su familia me habían hecho la puñeta con su marcha. Me
tocaba subir cargada como una mula los cuatro pisos.
Miré
mis brazos y me dije:
-Galiana,
no te hagas la remolona que nadie va a venir a socorrerte.
Inicié
la subida por la escalera, no sin antes quitarme el abrigo y colgarlo del bolso
de bandolera que llevaba colgado del cuello, no tenía ganas de sudar la gota
gorda.
En
el último tramo de escalera antes de llegar al primero me encontré con un
zapato negro de tacón de aguja. Pensé:
–
“Se le ha debido caer a alguna de las chicas que se lo ha quitado para subir
mejor. Se habrá dado cuenta cuando ha llegado arriba, y seguro que baja a por
él cuando arreglen el ascensor”.
Mi
teoría del zapato abandonado sin querer se me cayó cuando al iniciar la subida
al segundo me encontré con el compañero. Aquello no era una caída accidental,
era un…
-No
puedo con vosotros, ahí os quedáis, que ya os recojo cuando no tenga que subir
andando.
Continué
mi ascenso, todavía quedaban el segundo y tercero antes de llegar al cuarto.
Lo
de los zapatos me pareció exótico, pero bueno. Lo que pasa es que, en el
rellano del segundo, delante de la única puerta que da acceso al despacho,
encontré un par de medias. Verlas y sonreír fue todo uno. Pensé:
-“Estas
chicas… Cómo baje Doña Encarna y lo vea les va a llamar la atención, con las
ganas que las tiene”.
En
la puerta del ascensor del tercero me encontré con una falda. De ésas que una
no sabe si denominarla como tal o mejor decir que es un cinturón ancho y
terminar antes.
Una
de las chicas se estaba desnudando por la escalera, eso estaba claro. Debía
tener mucha prisa o, mejor dicho, una urgencia muy, muy grande.
Lo
de ver unas minúsculas braguitas negras tiradas en el felpudo de la entrada de
mi casa me hizo soltar un:
–
¡Ay, cuántas prisas tienen algunas!
Abrí
la puerta de casa. Solté las bolsas en el suelo, como si de un peso muerto se
tratasen. El bolso y el abrigo los tiré también. Me dejé caer en el sofá todo
lo larga que soy.
-Joder,
esto de subir cuatro pisos no es lo mío, me estoy haciendo mayor.
Al
recuperar el aliento me levanté y recogí todo lo que había abandonado en el
suelo de la entrada. Cuando quité la última bolsa reparé en un papel que
alguien debía haber metido por debajo de la puerta antes que yo llegara:
-Este
fin de semana no estaremos en la casa. Nos vamos a esquiar. Regresamos el lunes
por la mañana. Besitos. Tus vecinas.
Las
chicas se habían ido, ¿de quién era la ropa que me había encontrado por la
escalera? Salí de la casa, no sé muy bien por qué. Entonces vi un sujetador
negro en el tramo de escalera en dirección al piso de Doña Encarna. Me pudo la
curiosidad, lo reconozco, subí hasta el último piso. Di la luz, que se había
apagado como siempre suele suceder en estos casos. En ese momento el ascensor
se puso en marcha, escuche risas nerviosas en su interior.
¿Serías
capaz, con tus dotes detectivescas, de decirme a quién podía pertenecer la ropa
de la escalera?
Galiana
Febrero 2016
Galiana escritora, contadora de historias,
sus relatos están cargados de
realidad,
sentimientos ocultos, deseos
perseguidos,
miedos y valentías... Y sorpresas.
Sus historias no te dejaran indiferente.
Sus finales te sorprenderán.
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